Tal como habíamos quedado con don Felipe "hoy" me encuentro con él. Mientras camino bajo el calcinante sol de la calle Matheu, pienso que ya hace dieciocho meses, aproximadamente, que comencé a campear y reunir bibliografía sobre el mate, la pava (o caldera), la bombilla y, por supuesto, la yerba mate; esta hoja casi milagrosa de la que surgen leyendas, certezas científicas, anécdotas y cifras de toda laya. En esas cosas iba pensando el 29 de diciembre de 1986. Y este mismo día—horas más tarde— me di cuenta que ya no debía buscar más. Sólo me quedaba ordenar lo reunido; yo no lo sabía pero, nada podría superar la vivencia que me tenía reservada el Destino.
Tal como habíamos quedado, don Felipe y su hija Filomena me abrieron las puertas de su casa. Yo iba a buscar algunos juguetes de aquellos "de entonces" que había prometido entregarme el viejo Greco. Me recibieron cordialmente, como siempre, pero lo primero que me dijeron fue que, lamentablemente, no habían podido conseguir ningún juguete. Ni siquiera uno... En ese momento recordé que mi padre siempre decía que "a veces un poquito de mala suerte no le viene mal a nadie".
Por supuesto, superada la congoja de don Felipe por no haber conseguido lo prometido, seguimos hablando de nuestro tema, los mates. Su vida de "matero".
"Durante setenta y ocho años trabajé con los mates, eso sí: por mucho tiempo me ayudaron mis hijos, Filomena y Rafael. Sobre todo Filomena que fue como mi mano derecha, siempre se mantuvo cerca de mí, especialmente en las épocas aquellas en que se trabajaba tanto... Pero... el tiempo... Los mates se empezaron a vender menos y la salud se fue yendo, los hijos buscaron otras formas de ganarse la vida, en fin..."
Don Felipe, seguramente por su grandeza de espíritu, no dice que su declinación comercial tuvo, también, otros factores, tales como corredores que no le pagaron las últimas grandes partidas o negocios hechos con "paisanos" a losque no les fue comercialmente bien y no quiso cobrarles. Así es que hoy, don Felipe vive entre estrecheces, pero no se queja. Es feliz por poder hablar con alguien de "su obra", no pide nada y transcurre sus días junto a Filomena que, desde hace años, es enfermera "a domicilio" y así van viviendo.
Sin embargo algo inquietaba el interior de don Felipe, seguramente sentía que debía ser "como una traición" el que yo me fuera de su casa con las manos vacías, porque había prometido unos objetos y no había podido dármelos. Por supuesto yo ya ni me acordaba de eso; con la conversación, nada más, me iba contento y satisfecho, pero volvió a sorprenderme: le pidió a Filomena que le alcanzara una caja y, sin muchos preámbulos, me dijo: "¿Las querés?... te las regalo, llévatelas, hace lo que vos quieras". Cuando vi lo que había en la simple caja de cartón se me erizó la piel y me emocioné. Para un artesano "eso" era algo más que un regalo: don Felipe Greco me entregó las herramientas. Sus herramientas, sellos y cuños con los que durante ocho décadas trabajó laboriosamente sobre las calabazas.
Ya casi no tengo más lugar para emociones. Un poco porque no sabía qué hacer ni qué decir, el caso es que "apuré" mi salida con una excusa que no recuerdo. Les deseé lo mejor para el año que se iba a iniciar dos días después, y cuando ya terminaba con esos formulismos, el Destino —porque no creo que haya sido otra cosa— me hizo partícipe de uno de los momentos más emotivos de mi vida, estoy seguro, sólo comparable con el nacimiento de un hijo.
Estábamos en la puerta de calle cuando, de pronto, Filomena, a quien yo había notado un poco tensa y retraída durante la charla, comenzó a hablar como si las palabras le quemaran el pecho. Como si se confesara.
"...Papá... señor Scutellá, quiero decirles algo... los juguetes que buscamos por la casa y no aparecen, no están por culpa mía... Yo los fui dando. Les llevaba uno a cada chico que iba a darle una inyección. Se los daba para que no lloraran. Los chicos los recibían y enseguida se olvidaban del pinchazo, como si tuvieran un poder mágico... Parece mentira pero a los chicos les gustan tanto ahora como hace setenta años, cuando papá los vendía en el Mercado Italiano—me dice con los ojos llenos de lágrimas, pero sonriente—, esto tuve que decírselo porque no quiero que sigan buscando esos juguetes inútilmente... Nunca pensé que alguna vez, alguien, les diera algún valor y mucho menos para un libro... No sabía".
Yo no tenía palabras. Sólo sentía que en ese momento Filomena, don Felipe y yo estábamos fuera del tiempo y el espacio. Nunca como en ese momento, sentí algo que —me atrevo a decir— era una comunión espiritual.
Y don Felipe, aquel que en 1907 se le animó al mar; que domó a la suerte en un país extraño; ese férreo inmigrante que creó fuentes de trabajo, el que bautizó a su empresa con el esperanzado nombre de "El Sol sale para todos"; el mismo que llegó a su centenaria ancianidad después de haber perdido todo lo material, miraba a su hija en silencio, con sus cansados ojos brillantes de lágrimas, de hombre que siente la felicidad de haber hecho algo muy importante en la vida: había tenido una hija de un corazón inmenso y una bondad sin límites. Lloraba el hombre porque le parecía imposible que setenta años después, sus "ribiduggi matti" siguieran divirtiendo a los chicos...
"¿Así que los chicos todavía juegan con mis ribiduggi...? Gracias Filomena... GRACIAS". Y las lágrimas seguían encontrándose en su sonrisa.
Por supuesto, yo ya estaba de más y no tenía derecho ni siquiera a participar de esa felicidad, regalo que el destino le tenía reservado a don Felipe como para celebrar sus "ochenta años de argentino y matero".